iPod (un texto prescindible)

Primer intento: el puerperio y la nostalgia

Tener un bebé hace que el tiempo se rompa. O por lo menos, que el tiempo corra de una manera distinta. O no corra. Más bien se deslice, como agua pesada cayendo. Con mi bebé en brazos o durmiendo a mi lado siento que mi vida está detenida. Como si alguien (tal vez Dios) hubiera puesto pausa. Y desde allí, desde ese momento, sería capaz de ver toda mi vida por partes. Hacia atrás, o también hacia delante. Quién sabe. Sintiendo mi respiración y la de mi bebé, pienso. El único terreno infinito es el de la imaginación. Mientras un niño duerme el único lugar seguro es el del pensamiento. Las posibilidades prácticas no son realizables (es difícil hasta ir al baño) pero las imaginarias son infinitas. Viajar por la mente. Recurrir a la mala costumbre de recordar. Nostalgia. Saudade. Recuperar (desesperadamente, infructuosamente) el tiempo perdido, o más que perdido: el tiempo vivido y amado. Mirar la propia vida desde una habitación en la que no existe el tiempo. Mirar la propia vida en una habitación en la que solo existen un bebé y su madre y una enorme pantalla en la que se proyecta la vida por partes. Porque veía mi vida en pequeñas pero lúcidas piezas, como si un viento feroz o un huracán hubiera desordenado los determinados momentos y ahora estuvieran desperdigados por la habitación: el primer día de la escuela, la primera vez que vi el mar, las formas que dibujaron las nubes alguna tarde de octubre. Sentía la necesidad de registrarlo. En la inmovilidad absoluta de días de puerperio la única posibilidad de escribir era mi iPod. Mientras escribir en una computadora otorga algo que no se obtiene escribiendo en un papel, escribir en un celular hace que la escritura se vuelva más bien pesca. Pescar ideas, imágenes, atrapar palabras que flotan en el aire. Y así registrar todos los universos que se despliegan en el sueño de un niño y la vigilia de su madre. La nostalgia —escribí en ese aparato que ahora ya no existe— es como una especie de miel amarga. Y podía ver esa miel. Era espesa, pegajosa, hacía que las pequeñas pero lúcidas piezas de mi vida se peguen entre sí, desordenándose, agrandándose, achicándose, cambiando su perspectiva. De un momento a otro podía sentir, en la piel, lo mismo que sentí un día a los 13 años. Cerraba los ojos y podía ver la textura de las paredes de mi escuela, el color de los pupitres, todo tan vívido que me parecía estar ahí. Un verdadero viaje en el tiempo que era posible gracias a la miel amarga que podría compararse a lo que Cortázar llamo «las babas del diablo».

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Segundo intento: las notas que escribo —o escribía— en mi iPod

Los aparatos electrónicos que me rodean tarde o temprano sufren extrañas afecciones. Mi laptop colapsa de temporada en temporada, las duchas eléctricas se queman, mi celular es un pedazo de plástico impresentable que se ha caído unas cuantas veces contra la pared, mi plancha del pelo suele hacer pequeños cortocircuitos amenazando con incendiarme el cabello. Pero las cosas más extrañas le han pasado a mi pequeño iPod. Una vez tuvo un virus que lo desprogramaba y lo ubicaba en noviembre de 1968 a las tres de la tarde. Las fotos se iban a una carpeta escondida y no había forma de sacarlas. Como en esa fecha no había internet, no me podía conectar y programarlo a la fecha actual, ni enviar archivos. Esta especie de paradoja del abuelo solo se curaba si cargaba el aparato con un cable original (malditos creadores de Mac).

Compré ese iPod hace tres años porque quería registrar. No quería una cámara de fotos pesada y profesional. Quería un dispositivo pequeño y ligero que me permitiera extraer (robar) momentos de la realidad y guardarlos; sí, ese acto desafiante y casi ridículo, esa pequeña lucha con la muerte que está tan presente en la fotografía, pero también en todas las posibilidades o intentos do registro. Sabemos que no es lo mismo una fotografía en blanco y negro con una cámara profesional que una hecha con el celular. No es el mismo el resultado ni tampoco lo que se vive antes y durante el registro. No buscaba un registro elaborado sino más bien el hallazgo, tener pruebas de lo que me iba encontrando en la vida: un chifa (amo los chifas), un perro callejero (hice una serie de perros callejeros), hoteles (amo los hoteles), árboles (tengo colección de árboles), cielos (también una pequeña colección de cielos de distintas ciudades), etc. No me importaba que la foto estuviera bien compuesta o fuera bella, sino que fuera en el momento preciso, que fuera un pedazo de vida casi tal cual, algo así.

Con este aparato también hice algunos videítos. Y lo compré porque permitía editarlos. Editar un video en la fila del banco es una posibilidad maravillosa. Era igual que con las fotos: nunca tenían la intención de ser profesionales; adquirían otro tipo de valor. Otro valor que no sé si es un valor o es precisamente lo contrario. Porque era rescatar lo inútil. Por ejemplo: hice videos de lluvia (solo lluvia sobre el parabrisas que es una de las cosas más lindas en este planeta) o de neblina en Quito o de luces de la ciudad por la noche. Hice también uno de mi hermana pequeña saltando en una cama elástica con música clásica de fondo. También edité algo pequeño sobre mi hijo y su padre, pequeños momentos íntimos de nuestra familia. Otra función (que supuestamente es la principal de un iPod) era la de la música. Lo bonito era hacer listas de música para diferentes situaciones. Playlist para el gimnasio, para la ducha, para el parto.

Pero lo que más me gustaba de este aparatejo irónicamente era algo que no tiene que ver con la tecnología: las notas. Escribir en el iPod era distinto. Tenía algo de inmediatez. Y el resultado era unas minicrónicas de todo. Con fecha y hora exacta. Lo mismo que con las fotos y el video, el valor estaba en los lugares y en la forma en la que se escribía: en los buses, en la fila del banco, en la calle, en las estaciones de trenes, en los aviones, en los aeropuertos (no hay nada más hermoso que escribir en un aeropuerto). Los temas eran varios: desde un guion casi completo para una película (no miento, es impresionante lo que se puede hacer con una mano en tiempos de puerperio), pasando por la dirección de algún extraño hasta unos seudopoemas; sobre el vuelo de unos pájaros en una playa un primero de enero, sobre el pequeño placer de beber Coca-Cola en una estación de tren en Toulouse, o un pequeño recordatorio que simplemente ponía: «No olvidar el misterio»; sobre teorías filosóficas que inventaba en la ducha o en la sobremesa familiar. Cada vez que releía estas notas me acordaba del día en el que las escribí, de por qué lo escribí, en fin, había siempre otra historia. Y una de las cosas bonitas de escribir es eso: que haya siempre otra historia. Así, iba coleccionando momentos. Mi iPod era eso: puras ideas inútiles. Ideas que jamás iba a desarrollar. Ideas patojas como toda buena idea. Ideas imperfectas. Pero la belleza de la fugacidad de una idea es la misma de la estrella naciendo o muriendo. Las notas de mi iPod era la posibilidad de enviarme notas a mí misma —a lo Memento— que me hicieran recordar años más tarde lo que era realmente importante: el color blanquísimo del cabello de una anciana, un atardecer en Manglaralto, una teoría filosófica inventada en un taxi estancado en el tráfico.

Un buen día (realmente un mal día) encendí mi iPod y me di cuenta de que otra especie de virus le había atacado. El primer golpe bajo fue darme cuenta de que mis «notas» se habían borrado. Tres años de pequeñas crónicas inservibles ahora habían desaparecido. En una de las notas había escrito algo sobre el paradójico valor de lo inútil, algo que ahora ya olvidé, claro que olvidé porque por algo escribí. Porque se escribe para no olvidar y ahora eso ya se ha borrado. Se han borrado precisamente esas palabras, las palabras que se atrapan (porque hay palabras que nacen, que se dan a luz, pero hay otras que se atrapan y esas, precisamente esas, eran las que se perdieron en el olvido, tal vez regresaron a ese lugar del que alguna vez fueron rescatadas). Pensaba que apenarme por la pérdida de esos pequeños textos patojos era lo mismo que si alguien llorara por haber perdido un costal de chatarra, de objetos encontrados. La verdad es que esos escritos no le servían a nadie, excepto a mí. Tal vez a mí tampoco. Aunque lo más posible es que jamás llegaría a realizar ninguna de las ideas que escribí, me gustaba que existieran, en silencio. Saber que existían me hacía feliz igual que me hace feliz pensar que Júpiter es una estrella que fracasó. ¿Existe un lugar invisible al que van todas las palabras perdidas? Una tarde de nubes rosadas que a alguien le pareció la más hermosa del mundo de repente es nada. Ahora mismo en el mundo, miles de personas escriben una lista de promesas que luego olvidarán. Pienso en un no-lugar, una especie de papelera recicladora del mundo, un lugar al que van las medias impares, los poemas olvidados en el aire —esos que no pudimos pescar—, los recuerdos de los abuelos. Hay gente que colecciona insectos, otros coleccionan estampitas, otros, chicas con cicatrices. Yo también era una coleccionista: una coleccionista de ideas inútiles.

El problema del olvido es la colita, es acordarse un poco. Si tan solo fuera fundido a negro… Pero no. Quedan las sombras.

Cuando fui a la galería, descubrí que con las fotos estaba sucediendo lo mismo. Y el impacto de esto fue ver gráficamente la idea abstracta que tenía del olvido: los momentos de mi vida desordenados. Otros desaparecidos. Manchas de nada que se los tragaban de a poco. Ver mi vida como un rompecabezas en el que faltaban pedazos. Como si una plaga de nada se fuera comiendo de a poco la memoria, la vida. Y la dejara con inexplicables huecos como los que se forman en la cabeza de alguien que pierde el cabello o en la mente de un abuelo con alzhéimer. Una plaga o una enorme licuadora dentada, un agujero negro que lo devora todo. La garganta del tiempo, cuyas fauces comprenden una musculatura fuerte como la de un dragón que lo traga todo.

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Tercer intento: la teoría de que el alma no tiene memoria (teoría que inventamos durante el desayuno, y que —irónicamente— fue olvidada)

Entre las notas que escribía —que, ya lo he dicho, ninguna era importante— había unas cuantas teorías. Estas teorías no eran producto de estudios sino de largas sobremesas. Una mañana (cuya fecha no recuerdo) llegamos (en serio, no fui solo yo) a una descabellada conclusión: que el alma no tiene memoria. Pensar que el alma humana es una chispita de una gran llama y que cuando el cuerpo muere el alma regresa a esa hoguera hecha de la misma materia, es afirmar que toda alma es igual a la otra, es decir, negar que el alma es lo que hace único a un ser humano, y afirmar atrevidísimamente que lo que le da la identidad es el cuerpo, o la combinación de cuerpo-alma. Entonces el alma no tendría memoria. Y si no tiene memoria, tampoco tiene identidad. Los recuerdos, todo lo que uno fue, al morir, se borran, y queda el alma. Pero el alma no es un nombre. El alma no está hecha de recuerdos ni de sentimientos. No tiene personalidad. El alma no distingue a nadie. Es energía vital, poderosa y a la vez humilde. Porque el alma no tiene —o no tendría— ego. Lo que nos constituye no está hecho de palabras. Tampoco tiene rostro.

Entonces, el olvido, la nostalgia serían caprichos terrenos. Pero no. Porque todos los seres nos conmovemos cuando vemos un atardecer, y dicen que eso es porque nos recuerda al útero materno, que a su vez nos recuerda a otro lugar… un lugar que existía antes de nacer.